¿Hay algún santo al que se le haya santificado en
vida? No lo sé, pero a algunas personas se le ve hacer “milagros” en vida. Quizá
Íker Casillas Fernández haya sido alguno de ellos.
A veces quien menos te lo esperas, te sorprende. La
posición de portero parece que tiene un estereotipo marcado de persona alta y
corpulenta. Su trabajo suele ser oscuro, carente de reconocimiento y menos
lucido que la de otros jugadores que suelen llevarse todas las miradas. Hay que
tener las suficientes dosis de frialdad, oportunismo y de locura para intentar
atrapar balones que vienen envenenados hacia tu portería (ver https://pedalier.blogspot.com/2009/04/la-verdad-es-que-se-te-queda-cara-de.html)
De repente aparece un jugador que no cumple ese
estereotipo y triunfa desde la más absoluta normalidad. O no. Porque normal no
es debutar con 19 años en un equipo de más alto nivel y salir tan airoso ese
año, como para acabar ganando el mayor título continental. Y empezar a ser tan
decisivo como la pléyade de estrellas que le acompañaban en el vestuario. El triunfo
de un chaval de la cantera frente al foco del equipo más mediático del fútbol. El
niño que se convirtió en ídolo a base de milagros voladores y paradas
inverosímiles. El héroe de unos penalties que cambiaron la historia fracasos de
su Selección.
Se rompió el “Maleficio de Cuartos” y se pasó de ser una Selección eternamente perdida en el bucle de explicar la enésima eliminación, a ser un modelo respetado y envidiado de éxito, no sólo europeo, sino también de índole mundial.
Y de paso, “los españolitos, enormes y bajitos, hicimos por una vez, algo a la vez”, no tener diferencias entre nosotros y expresar una enorme felicidad aquella noche de verano de Julio de 2010, cuando un nuevo milagro de un portero de Móstoles cambió el signo de la balanza.
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