El Submarino

El Washington Post pidió a sus lectores que resumieran 2020 con una frase. La más precisa fue esta de Clarke Smith, de 9 años: “Como si miraras a ambos lados de la calle antes de cruzar y entonces te atropellara un submarino" https://twitter.com/vsancho/status/1340000783933255683
Cualquiera diría el año pasado, cuando por estas fechas estábamos deseando “Feliz Año” a todo hijo de vecino, esta pura formalidad anual se pronunciaría este año con un profundo sentimiento de deseo.
Ni al más retorcido guionista se le podría haber ocurrido en su imaginación un año tan distópico como éste. La realidad, desgraciadamente, ha superado en muchos momentos a la ficción. Lo vivido ha sido retorcido, implacable y difícil de asumir.
A nosotros, que nos creíamos invencibles, que pensábamos que habíamos llegado al cénit de nuestra civilización, se nos ha visto las costuras. Hemos constatado las escasas diferencias que aún hay en muchos aspectos con la sociedad de hace un siglo (la de nuestros abuelos o bisabuelos), la cual acabó llevando a cabo la misma receta que nosotros hemos terminado aplicando en circunstancias pandémicas parecidas.
Es curioso que una sociedad tan interrelacionada como la nuestra, haya abrazado como mejor (y casi único) el mismo método que aplicaron generaciones pretéritas, con muchísimos menos medios al alcance de los que tenemos nosotros hoy en día. Al final, encerrarse en casa y llevar una vida casi de asceta, es lo que mejor ha funcionado. Y también ha sido nuestra perdición.
Llevar a cabo este sacrificio ha tocado la línea de flotación de lo que somos y de lo que nos hemos convertido. Unos seres necesitados de contacto, de relacionarnos con nuestros semejantes, de ser aceptados y reconocidos, de exponernos lo máximo posible para no pasar desapercibidos por nuestra existencia. Lo que aportemos o devolvamos a la Sociedad, importa menos. Lo sustancial, por lo general, es ser socialmente aceptado y, sobre todo, que el resto del mundo se entere de ello a base de “likes”.
Y claro, esto desde las cuatro paredes de nuestra casa, a pesar de la infinidad de medios que la tecnología puede poner a nuestro alcance, la difusión no es la misma que saliendo al mundo exterior.
En esta “guerra” que libramos contra un virus microscópico y tan altamente sociable como nosotros, el único sacrificio que se nos ha pedido es reducir nuestra vida social (que no eliminarla por completo). Ya querrían muchos afectados de guerras de índole bélico haber tenido que hacer tan sólo este sacrificio. Lo hubieran firmado con los ojos cerrados. Pero a nuestra sociedad desarrollada esto le ha parecido un mundo. Había que recuperar la normalidad cuanto antes.
La impaciencia o la inconsciencia han ganado al sentido y al bien común. Por lo general se ha pensado en nosotros mismos, en nuestra felicidad, sin importar que si conseguíamos ser felices en estas circunstancias (cosa difícil con tantas restricciones que aún tenemos) comprometíamos la felicidad, y sobre todo el futuro, de otras personas. Como un arma de destrucción masiva, el virus ha disparado a todo el que se movía, hubiera cometido quebrantamiento de normas o no.
Por tanto, más que un peligro para nuestra salud, este virus ha sido un ataque a lo que éramos. Seguramente, cuando este temporal amaine, el paisaje haya cambiado tanto, que no lo reconozcamos. No podremos volver atrás para aprender de nuestros errores. Desgraciadamente, tampoco podremos volver atrás para mitigar el gran drama de esta pandemia: no poder despedir de una manera digna y sentida a los que se fueron en estas duras circunstancias. No tuvieron la compañía ni el homenaje que se merecían, a pesar de que muchos de ellos tuvieron un comportamiento modélico, como el que tuvieron sus padres, sus abuelos o ellos mismos en la pandemia que nos azotó hace un siglo. El submarino se los llevó por delante a pesar de haber cruzado la calle correctamente.

Comentarios