MI AGÜITA AMARILLA Y OTROS FLUJOS. (RECONOCIMIENTO MUNDIAL, 2ª PARTE)


Todo reconocimiento médico que se precie ha de terminar por todo lo alto, y qué mejor que hacerlo con los análisis de orina y de sangre. Para hacer más tensa la espera, no te los hacen a la vez que el reconocimiento en sí, con lo cual el desasosiego te dura hasta que ves a tus amigas las agujas. En ese momento el desasosiego se convierte en canguelo.

Este reconocimiento tenía el firme propósito de desconcertar a los pacientes. Primero el cuestionario sui- géneris. Después el tubito que te dieron para el análisis de orina. Se te queda la cara a cuadros cuando te entregan, eso sí, precintado, un vaso de plástico idéntico a los de las máquinas de café, con un tubo de ensayo dentro tan estrecho, tan estrecho, que a duras penas introduces el dedo meñique en él. El shock es tan fuerte que ni siquiera se te ocurre preguntarle al médico cómo narices se utiliza eso. Pero te vas con la duda a casa. Allí lo inspeccionas, sin abrir el precinto. Lo miras por arriba, por abajo intentando buscar algo que haga de transimisor, de manguera del vaso al tubo. Nada de nada. Sólo te queda una esperanza y es que el tubo funcione igual que una aguja y haya un mecanismo que succione tu líquido elemento. Desencantado, desprecintas y tus peores sospechas se hacen realidad. Tienes que hacerlo a pelo.

¡Qué malos recuerdos me trajo eso! Me llevó a una época oscura y escatológica de mi vida. Fue un verano en el que a mi madre se le ocurrió hacer obra. Nunca echas de menos el cuarto de baño salvo cuando no lo puedes utilizar.Al principio se rompieron los azulejos, luego el suelo, después el lavabo y por último el retrete. Y fue faltar el retrete y empezar los problemas. Por de pronto ya no podías hacer aguas mayores. ¡Qué gran problema! Puedes aguantar un día, como mucho 2 pero ya el tercero te encuentras fatal. A punto de desatarse los acontecimientos, tienes que ponerte a pensar dónde plantar, después de 3 días, un pinar. Las madres son protectoras pero ello no quitan que te pongan en el disparadero ya que, después de confesarle tu aflicción va y le comenta el tema la vecina, la cual, te ofrece gentilmente su cuarto de baño. Ya me lo estaba imaginando, llamando al timbre e ir como una exahalación al retrete y ya de puestos, pedirle que tuviera a mano prensa porque allí te ibas a pasar un rato largo.

Agradecí su ofrecimiento pero uno, que tiene una imágen y un decoro que guardar, pensó en otras alternativas. Y para ello me valí de una de mis mejores cualidades: la observación. Comprobé que mis padres estaban bastante aliviados y que no sentían esa angustia que yo tenía por dentro. Y pensé, ¿qué me diferencia de mis padres? A parte que soy más joven y más guapo, la cosa estaba clara: ellos trabajaban y yo. Ellos se aliviaban en el curro y yo no tenía trabajo, pero si tenía un centro donde echaba muchas horas.

Ya sabía dónde evacuar, tan sólo quedaba que me diera tiempo a cumplir mi misión, pues los dolores eran cada vez más agudos. A pesar que la idea era brillante, el plan era bastante chabacano porque aparecer en la biblioteca, sin apuntes, sin libro, con cara de circustancias, a última hora y cuando no hay exámenes, era, cuanto menos, sospechoso. Yo quería pasar desapercibido pero allí tenía a un bibliotecario en la puerta de entrada recibiéndome a puerta gayola. El cual me vio como fui directamente al baño y cómo cuando salí hacía el paripé como buscando un libro en la base de datos.

La etapa de desconstrucción del cuarto de baño seguía su curso y la siguiente restricción fue no poder hacer aguas menores. Por suerte había en casa un recipiente de cristal llamado conejo y diseñado para que nosotros, los hombres, lo rellenemos cuando no hay retrete cerca ( Por favor no ver ninguna connotación sexual en este párrafo). Gracias al conejo, descubrí una nueva habilidad que era la de poder rellenar, si me lo propusiera, una litrona de cerveza. También descubrí lo calientes que salían los líquidos de mi interior. Y fue a este momento al que retrocedí cuando de una mano sostenía un vaso de plástico y de la otra un tubo de ensayo.

Como los toreros me lanzé al ruedo y lo hice. Comprobé que mi habilidad de rellenar litronas seguía intacta y dí gracias a dios por conservar mi buen pulso, lo cual me permitió rellenar el tubo sin derramar ni gota. Después de un tortuso viaje en metro, rezando para que el tubo aguantase esas acometidas más que nada porque estaba al lado de los bocadillos, llegué dispuesto a que un drácula de turno me quitara sangre. Ví a las agujas; ellas se alegraron de verme, yo no. Miré para otro lado y me dejé martirizar. Casi me mareo, no por la sangre extraída si no porque, ¡había rellenado 3 tubos de sangre! Y lo que es peor, ¡la sangre estaba negra como el alquitran! ( Ver "Reconocimiento Mundial") ¿Tan mal estaba por dentro? ¿Me comeré el turrón? ¿ Y las torrijas?

Conclusión: Si cuando todo esto empezó me encontraba bien, no tenía un dolor. ¿Por qué cuando se acabó todo esto tengo la sensación que necesito un cambio de chapa y pintura? Al médico hay que ir cuando esté mal, antes es tontería.

Comentarios

haujavi ha dicho que…
Lo de los reconocimientos médicos se llama "crear su propia demanda".